Érase
una vez un sultán, dueño de la fe y del mundo. Habiendo salido de caza, se
alejó de su palacio y, en su camino, se cruzó con una joven esclava. En un
instante él mismo se convirtió en esclavo. Compró a aquella sirvienta y la
condujo a su palacio para decorar su dormitorio con aquella belleza. Pero,
enseguida, la sirvienta cayó enferma.
¡Siempre pasa lo mismo! Se encuentra la cántara, pero no hay agua. Y
cuando se encuentra agua, ¡la cántara está rota! Cuando se encuentra un asno,
es imposible encontrar una silla. Cuando por fin se encuentra la silla, el asno
ha sido devorado por el lobo.
El
sultán reunió a todos sus médicos y les dijo:
"Estoy triste, sólo ella podrá poner remedio a mi pena. Aquel de
vosotros que logre curar al alma de mi alma, podrá participar de mis
tesoros."
Los médicos le respondieron:
"Te prometemos hacer lo necesario. Cada uno de nosotros es como el Mesías
de este mundo. Conocemos el bálsamo que conviene a las heridas del
corazón."
Al
decir esto, los médicos habían menospreciado la voluntad divina. Pues olvidar
decir "¡Insh Allah!" hace al hombre impotente. Los médicos ensayaron
numerosas terapias, pero ninguna fue eficaz. La hermosa sirvienta se
desmejoraba cada día un poco más y las lágrimas del sultán se transformaban en
arroyo.
Todos los remedios ensayados daban el resultado inverso del efecto
previsto. El sultán, al comprobar la impotencia de sus médicos, se trasladó a
la mezquita. Se prosternó ante el Mihrab e inundó el suelo con sus lágrimas.
Dio gracias a Dios y le dijo:
"Tú has atendido siempre a mis necesidades y yo he cometido el
error de dirigirme a alguien distinto a ti. ¡Perdóname!"
Esta sincera plegaria hizo desbordarse el océano de los favores divinos,
y el sultán, con los ojos llenos de lágrimas, cayó en un profundo sueño. En su
sueño, vio a un anciano que le decía:
"¡Oh, sultán! ¡Tus ruegos han sido escuchados! Mañana recibirás la
visita de un extranjero. Es un hombre justo y digno de confianza. Es también un
buen médico. Hay sabiduría en sus remedios y su sabiduría procede del poder de
Dios."
Al
despertar, el sultán se sintió colmado de alegría y se instaló en su ventana
para esperar el momento en el que se realizaría su sueño. Pronto vio llegar a
un hombre deslumbrante como el sol en la sombra.
Era, desde luego, el rostro con el que había soñado. Acogió al
extranjero como a un visir y dos océanos de amor se reunieron. El anfitrión y
su huésped se hicieron amigos y el sultán dijo:
"Mi verdadera amada eras tú y no esta sirvienta. En este bajo
mundo, hay que acometer una empresa para que se realice otra. ¡Soy tu
servidor!"
Se
abrazaron y el sultán añadió:
"¡La belleza de tu rostro es una respuesta a cualquier pregunta!"
Mientras le contaba su historia, acompañó al sabio anciano junto a la
sirvienta enferma. El anciano observó su tez, le tomó el pulso y descubrió
todos los síntomas de la enfermedad. Después, dijo:
"Los médicos que te han cuidado no han hecho sino agravar tu
estado, pues no han estudiado tu corazón."
No
tardó en descubrir la causa de la enfermedad, pero no dijo una palabra de ella.
Los males del corazón son tan evidentes como los de la vesícula. Cuando la leña
arde, se percibe. Y nuestro médico comprendió rápidamente que no era el cuerpo
de la sirvienta el afectado, sino su corazón.
Pero, cualquiera que sea el medio por el cual se intenta describir el
estado de un enamorado, se encuentra uno tan desprovisto de palabras como si
fuera mudo. ¡Sí! Nuestra lengua es muy hábil en hacer comentarios, pero el amor
sin comentarios es aún más hermoso. En su ambición por describir el amor la
razón se encuentra como un asno tendido cuan largo es sobre el lodo. Pues el
testigo del sol es el mismo sol.
El
sabio anciano pidió al sultán que hiciera salir a todos los ocupantes del
palacio, extraños o amigos.
"Quiero, dijo, que nadie pueda escuchar a las puertas, pues tengo
unas preguntas que hacer a la enferma."
La
sirvienta y el anciano se quedaron, pues, solos en el palacio del sultán. El
anciano empezó entonces a interrogarla con mucha dulzura:
"¿De dónde vienes? Tú no debes ignorar que cada región tiene
métodos curativos propios. ¿Te quedan parientes en tu país? ¿Vecinos? ¿Gente a
la que amas?"
Y,
mientras le hacía preguntas sobre su pasado, seguía tomándole el pulso.
Si
alguien se ha clavado una espina en el pie lo apoya en su rodilla e intenta
sacársela por todos los medios. Si una espina en el pie causa tanto
sufrimiento, ¡qué decir de una espina en el corazón! Si llega a clavarse una
espina bajo la cola de un asno, éste se pone a rebuznar creyendo que sus voces
van a quitarle la espina, cuando lo que hace falta es un hombre inteligente que
lo alivie.
Así nuestro competente médico prestaba gran atención al pulso de la
enferma en cada una de las preguntas que le hacía. Le preguntó cuáles eran las
ciudades en las que había estado al dejar su país, cuáles eran las personas con
quienes vivía y comía. El pulso permaneció invariable hasta el momento en que
mencionó la ciudad de Samarkanda. Comprobó una repentina aceleración. Las
mejillas de la enferma, que hasta entonces eran muy pálidas, empezaron a
ruborizarse. La sirvienta le reveló entonces que la causa de sus tormentos era
un joyero de Samarkanda que vivía en su barrio cuando ella había estado en
aquella ciudad.
El
médico le dijo entonces:
"No te inquietes más, he comprendido la razón de tu enfermedad y
tengo lo que necesitas para curarte. ¡Que tu corazón enfermo recobre la
alegría! Pero no reveles a nadie tu secreto, ni siquiera al sultán."
Después fue a reunirse con el sultán, le expuso la situación y le dijo:
"Es preciso que hagamos venir a esa persona, que la invites
personalmente. No hay duda de que estará encantado con tal invitación, sobre
todo si le envías como regalo unos vestidos adornados con oro y plata."
El
sultán se apresuró a enviar a algunos de sus servidores como mensajeros ante el
joyero de Samarkanda. Cuando llegaron a su destino, fueron a ver al joyero y le
dijeron:
"¡Oh, hombre de talento! ¡Tu nombre es célebre en todas partes! Y
nuestro sultán desea confiarte el puesto de joyero de su palacio. Te envía unos
vestidos, oro y plata. Si vienes, serás su protegido."
A
la vista de los presentes que se le hacían, el joyero, sin sombra de duda, tomó
el camino del palacio con el corazón henchido de gozo. Dejó su país,
abandonando a sus hijos, y a su familia, soñando con riquezas. Pero el ángel de
la muerte le decía al oído:
"¡Vaya! ¿Crees acaso poder llevarte al más allá aquello con lo que
sueñas?"
A
su llegada, el joyero fue presentado al sultán. Este lo honró mucho y le confió
la custodia de todos sus tesoros. El anciano médico pidió entonces al sultán
que uniera al joyero con la hermosa sirvienta para que el fuego de su nostalgia
se apagase por el agua de la unión.
Durante seis meses, el joyero y la hermosa sirvienta vivieron en el
placer y en el gozo. La enferma sanaba y se volvía cada vez más hermosa.
Un
día, el médico preparó una cocción para que el joyero enfermase. Y, bajo el
efecto de su enfermedad, este último perdió toda su belleza. Sus mejillas
palidecieron y el corazón de la hermosa sirvienta se enfrió en su relación con
él. Su amor por él disminuyó así hasta desaparecer completamente.
Cuando el amor depende de los colores o de los perfumes, no es amor es
una vergüenza. Sus más hermosas plumas, para el pavo real, son enemigas. El
zorro que va desprevenido pierde la vida a causa de su cola. El elefante pierde
la suya por un poco de marfil.
El
joyero decía:
"Un cazador ha hecho correr mi sangre, como si yo fuese una gacela
y él quisiera apoderarse de mi almizcle. Que el que ha hecho eso no crea que no
me vengaré."
Rindió el alma y la sirvienta quedó libre de los tormentos del amor.
Pero el amor a lo efímero no es amor.
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